Votar en inequidad e impunidad

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 La democracia podrá no tener objetivos, pero siempre está situada. No es lo mismo votar en Suecia o en Francia que en India o en Brasil. La emisión final del sufragio es el resultado de un proceso donde cuentan mucho las condiciones sociales de cada país. En el nuestro, en el proceso electoral que culminó el domingo pasado, cuando menos cuatro factores pesaron fuerte en el resultado preliminar que se ha dado a conocer hasta ahora: la pobreza y la desigualdad que privan en el país, la administración electoral de las mismas, la impunidad general de todos los delitos, específicamente de los electorales, y la operación de alianzas de grupos de interés.

Cualquier proceso social se va a topar con la dramática realidad de que en México hay 52 millones de personas en pobreza, casi 12 en pobreza extrema y que, junto con Brasil y Guatemala, somos los países más inequitativos de América Latina. Agréguese a esto que la coyuntura de sequía en el norte y el centro norte del país, así como la oleada de violencia e inseguridad, han agudizado el desempleo y causado hambruna en varias regiones. Esto hizo que en esta coyuntura electoral hubiera un gran contingente de ciudadanos y ciudadanas cuya principal urgencia no es votar, sino sobrevivir, y muchos de los cuales estuvieron dispuestos a emitir su sufragio por un partido a cambio de una cantidad en dinero o en especie para aliviar su situación.

Aquí es donde opera el segundo factor, porque si bien en muchas partes del mundo existen gran pobreza y desigualdad social, en pocos como en México hay un partido político con una experiencia octogenaria en la administración electoral de la pobreza: el PRI. Además de la entrega de despensas y costales de papas, como en Chihuahua, y otros recursos “a la antigüita”, ahora el tricolor y su aliado, el PVEM, echaron mano de medios más modernos como la entrega de tarjetas de débito o de “monederos electrónicos” para tiendas departamentales a cambio de la prueba de voto por el tricolor, proporcionada mediante medios tan avanzados como la foto de la boleta con el teléfono celular.

Vinculada con esto, la precariedad laboral existente en el país hizo que los burócratas se convirtieran en un grupo muy fácilmente utilizado por los gobiernos, mayoritariamente del PRI, para servirles como promotores del voto, repartidores de volantes, representantes de casilla, etcétera. Con tal de conservar su empleo muchas personas tuvieron que convertirse en activistas de un partido que no las convence. Y no quieren presentar denuncia alguna precisamente para no perder su puesto de trabajo. A mayor inseguridad en el trabajo, más vulnerabilidad a los chantajes electorales del patrón.

El tercer factor es la impunidad reinante en el país, no sólo en asuntos penales, sino también en electorales. El PRI y el PVEM violaron la legislación electoral en términos de topes de campaña en propaganda, en gastos de traslados, en objetos promocionales; en inserciones pagadas en prensa escrita y medios digitales, etcétera. Sin embargo, como las autoridades electorales no actuaron o lo hicieron con tardanza o tibieza, gozaron de total impunidad. A lo más podrán ser sancionados con multas que pagarán sin problema alguno, pues de seguro las consideran “gastos de campaña”, porque, inexplicablemente, este tipo de irregularidades no implican de ninguna manera la nulidad de una candidatura, la invalidación de un triunfo o la pérdida de registro del partido. Como las penas no son proporcionales a las faltas, la impunidad de las conductas electorales inequitativas o dispendiosas, o utilizadoras de los recursos públicos, se seguirá reproduciendo.

Un cuarto factor es que en este país tremendamente polarizado la oligarquía opera realmente como una sociedad de crimen, como una “mafia reloaded”, antes, durante y después del proceso electoral, para imponer al candidato de su preferencia e impedir el triunfo de quien pueda afectarla en sus intereses. Dicha mafia, reiteradamente denominada así por López Obrador, está integrada por el duopolio televisivo, un puñado de grandes empresas, las cúpulas del PRI y del PAN, las cúpulas de los sindicatos más grandes y corruptos, representados por Elba Esther Gordillo y Carlos Romero Deschamps, y contó ahora con la colaboración de las empresas encuestadoras, que todo el tiempo estuvieron preparando a la población para la aceptación activa o pasiva del triunfo del candidato priísta. También con el respaldo de las élites del PAN. Y no sólo del muy criticado Vicente Fox, quien invitó a “votar por el puntero” –cuando menos lo hizo abiertamente–, sino y sobre todo de Felipe Calderón, consagrador inmediato del triunfo de Peña Nieto, y de Josefina Vázquez Mota, quien alzó la mano al mexiquense aun cuando sus correligionarios de base no contaban siquiera 10 por ciento de los votos, y luego de haber criticado los modos priístas cuantas veces pudo en los debates.

Entonces lo que debe quedar claro es que la lucha de la ciudadanía mexicana no es porque se reconozca el triunfo de tal o cual candidato, o para que se diga que se cometió fraude en contra de alguien, sino para que salga a la luz la verdad de esta elección, para que se transparenten todos los vicios, ilegalidades, irregularidades, faltas, arbitrariedades que se perpetraron. En la cultura política, en la ética pública de esta nación, seguirán privando la simulación, la sumisión, el pragmatismo más crasos si aceptamos una elección aunque esté “un poco sucia”. Si por el miedo que se nos ha infundido a la “inestabilidad” aceptamos que se nos impongan la cerrazón y la calumnia en los medios de comunicación, el uso y el abuso de los recursos públicos a favor de partidos y candidatos, estaremos propiciando, una vez más, un gobierno sin contrapesos, la consolidación del autoritarismo y la corrupción como las formas de relación corrientes entre gobernantes y gobernados, el cinismo como nota recurrente de nuestro espíritu público.

Exigir ahora la transparencia, la limpieza de la elección, no es optar por defender a un partido o candidato: es la única vía para la dignidad.

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