Para operativizar nuestra indignación

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Las rebeliones contra las violencias recorren el mundo.  Los jóvenes españoles,  acampando protestan, crean, transgreden, rechazan la sujeción de la democracia a los mercados.  Poco antes lo habían hecho las y los ciudadanos de  Islandia, quienes con protestas pacíficas de todo tipo mandataron a sus gobiernos no seguir los programas de recortes al gasto social y de ajuste de la economía a favor de los bancos.  En la ribera sur del Mediterráneo,  los pueblos de Túnez, Egipto y Libia se yerguen en acciones que derrocan dictaduras y enfrentan intervenciones oportunistas de la OTAN.  En  México, la Marcha por la Paz con Justicia y Dignidad se ha convertido ya en el canal simbólico-expresivo del hartazgo contra las violencias institucionales y criminales.

 

 

 

A sus 93 años, Stephan Hessel, alemán nacionalizado francés, combatiente de la resistencia contra el fascismo, colaborador en la redacción de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, podrá ver llegar su fin satisfecho. No sólo porque su formidable texto Indignaos es ya un éxito del ciberespacio, sino  porque ha inspirado a muchas de las mentes y corazones que hoy ocupan plazas y calles en esta rebelión mundial de la indignación.

 

En la Europa del Sur,  España, Grecia, y en la del extremo norte, la volcánica Islandia, la rebelión ciudadana se va contra las violencias de  primera generación: las que en México y en América Latina sufrieron desde los años ochenta con la imposición de ajustes estructurales de la economía por parte del “Consenso de Washington”.  Antes afectaron sólo a los países “en vías de desarrollo”.  Ahora, con la crisis financiera de 2008 también afectan a la periferia del centro,  a los países menos ricos de los más ricos. Generan desempleo, principalmente entre los jóvenes, recorte de prestaciones sociales, baja de calidad en los servicios del gobierno a la población, en fin, las consecuencias del ajuste que hemos experimentado ampliadas en México desde 1982. Aquí generaron una reactivación de la movilización social en 1982 y 1983 y la aparición de frentes por la defensa de la economía popular, el salario y el empleo. Pero las clases medias  las soportaron con estoicismo individualista y el neoliberalismo amplió y profundizó marcha violenta.

 

Esta primera generación de violencia originó las de segunda generación: las violencias que resultan de la exclusión económica, social,  de salud, educativa y cultural, sobre todo de las y los jóvenes. Las violencias que se generan al destruir el tejido social, minimizar el tiempo y los espacios de convivencia de las familias, imponer dobles y triples jornadas de trabajo, hechos todos que permiten a la violencia del crimen organizado penetrar en los intersticios del abandono estatal y devenir para muchas y para muchos la única opción de bienestar, así sea precario. Y luego vienen las violencias estatales de las corrompidas y coludidas fuerzas del orden.

 

Contra estas violencias de segunda generación han surgido diversas organizaciones y movimientos locales, centros de derechos humanos, en diversas regiones del país. Pero es hasta ahora, con el llamado indignado de Javier Sicilia, que se gesta un gran movimiento social nacional.

 

Para hacer frente a este gran desafío, la Marcha Nacional por la Paz con Justicia y Dignidad, tiene importantes y nada fáciles tareas para el futuro inmediato: la primera, estar consciente de que no es un movimiento del centro al que deban o puedan o no subirse los movimientos “de provincia”, sino que debe ser una confluencia de movimientos de todo el país. Habrá que reconocer aportes, carismas, capacidades de convocatoria, pero también experiencias, sabiduría acumulada en las luchas, conocimiento de los espacios locales. Una segunda tarea es desarrollar los mecanismos del diálogo entre los diversos componentes del movimiento; entre el centro y las regiones, entre las direcciones y las bases. Al diálogo interno, y no tanto al diálogo con el Estado debe dársele peso ahora.

 

Una tercera y gran cuestión es cómo  combinar el carisma con la representatividad, la participación democrática  y la eficacia. Encontrar la forma para que las vocerías, las representaciones del movimiento, sus mecanismos de toma de decisión, hagan que todas y todos se vean ahí reflejados, tomados en cuenta,  y a la vez que se lleve pronto a la práctica lo que se discute. Una cuarta tarea es la de darle cauces a la diferencia, es decir, institucionalizar la inclusión, la libertad política e ideológica de quienes deciden participar en el movimiento.

 

Se ha hablado mucho de que la demanda por la desmilitarización sea lo primero a que se emplace al Estado. Sería  la demanda de “civilizar la estrategia”, por más que pueda encerrar una contradicción etimológica. Significa no sólo que el Ejército vuelva a los cuarteles, sino que la estrategia, sea conducida por las autoridades civiles, como lo marca la Constitución, que a ella se apegue rigurosamente, que  se apoye en  la operación impecable del sistema de justicia y  sea orientada por los valores civiles de libertad, respeto a los derechos humanos y no violencia. No sólo deben desmilitarizarse las calles, también las instituciones y las mentes.

 

Dos cuestiones finales, para combatir la violencia desde sus raíces, el Movimiento debe ir perfilando su programa de derechos sociales, como lo hizo la Resistencia al caer el fascismo, para sentar sobre bases firmes la reconstrucción nacional. Y, generar como sustento de todo esto, un programa nacional de acciones de resistencia civil simultáneas, visibles, abiertas a la participación de todas y todos,  contundentes.  Aquí la creatividad deberá sumarse a la indignación.

 

 No hay de otra, volviendo a citar a Hessel: “Crear es resistir, resistir es crear”.

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