Sin embargo, en la práctica han ocurrido, y pueden continuar suscitándose, casos de políticas públicas cuyo desenlace es el fracaso, por diversas razones que pueden deberse ya sea a errores de investigación, percepción y cálculo cometidos durante la etapa de la definición del problema a resolver, o por fallas al momento de su ejecución. Para tener una idea más clara de esto, es pertinente pensar en el hipotético supuesto de una política pública implementada sin que antes de su aprobación se haya efectuado en forma exhaustiva el debido proceso de escrutinio-análisis-evaluación, primero para la obtención de la información de campo y el conocimiento de la realidad circundante al problema que se pretende solucionar, y luego para estudiar y valorar la conveniencia de su aplicación. Es evidente que un caso como el referido podría generar una profunda inexactitud en la información estadística y/o social recabada, lo que provocaría que los tomadores de decisiones tuvieran una apreciación distorsionada de la realidad llegado el momento de confeccionar y aprobar la política pública en cuestión, lo que daría por resultado una grave incongruencia entre la realidad social y el marco teórico referencial empleado para la creación de la política. Por lo que concierne a fallas de ejecución, es necesario advertir que estas también pueden ser el lastre que lleve a la ruina a una política pública, independientemente de la bondad y pertinencia con las que haya sido concebida; por ejemplo: la extemporánea aplicación de inversiones o recursos por parte de los órganos administradores o ejecutores, o, peor aún, la comisión de actos de corrupción o desvío de fondos, por parte de algunos funcionarios.
Aunque sería preferible no tener que admitirlo, la verdad es que sí hay casos en los que ha existido un divorcio, incongruencia y/o lejanía entre la política pública y sus beneficiarios. El ejemplo real y palpable de una política pública que no ha funcionado en México durante los últimos 30 años, es la relativa al rubro agroalimentario, pues desde los años 80 del siglo pasado el país perdió la autosuficiencia alimentaria, colocándose en una situación de vulnerabilidad por su marcada dependencia del exterior. Hoy México importa el 43 por ciento de los alimentos que consume, destinando anualmente cerca de 15 mil millones de dólares –cifra cercana a la renta petrolera- para satisfacer así su canasta básica, ya que adquiere de otros países la tercera parte del maíz que la gente come; la mitad del trigo; 80 por ciento del arroz, entre 30 y 50 por ciento del frijol, así como poco más de 30 por ciento de la leche en polvo que demanda la población. La razón de tal fracaso es atribuible a que la política alimentaria implementada no ha contemplado factores importantes, tales como: el otorgamiento de subsidios que permitan a los agricultores nacionales competir con los precios de los productos extranjeros -que sí son subvencionados en sus países de origen-; incentivos a la productividad y competitividad, mediante la oferta de créditos con tasas blandas, fomento a la producción nacional de fertilizantes -para evitar su importación-; capacitación técnica y dotación de semillas mejoradas; disminución del costo de las tarifas preferenciales en materia de combustibles y energía; generación de infraestructura de apoyo como caminos “saca cosechas” y centros de acopio temporal -para evitar la pérdida de cosechas por falta de traslado oportuno y almacenamiento-. Como consecuencia de la fallida política alimentaria, el agro mexicano se ha ido descapitalizando paulatinamente, y muchos productores agrícolas se han visto obligados a abandonar el cultivo de sus tierras, para obtener ingresos a través a otras actividades económicas.
Sin embargo la actual administración pública federal del país, encabezada por el Presidente Enrique Peña Nieto, se ha propuesto desplegar una ambiciosa política en materia agrícola, con el fin de devolver a México una parte de la soberanía alimentaria perdida en las recientes décadas. Entre las principales acciones de dicha política de fomento al campo mexicano destacan la apertura de un millón de hectáreas para cultivo, así como la eficiencia en el manejo de los recursos hídricos, pues es evidente que el incremento de la superficie de siembra, aunado al uso racional del agua, constituyen, entre otros factores, dos indiscutibles detonantes para aumentar la productividad de materias primas alimenticias de origen vegetal. Aunque algunas experiencias revelan el descuido en el que cayó el campo nacional durante los recientes años, este tiene el potencial para resurgir y situarse en niveles de sustentabilidad económica y ambiental. El gobierno de Enrique Peña Nieto conoce las circunstancias del campo mexicano, y tiene la voluntad para implementar una política pública congruente y eficaz, orientada a su rescate y dignificación.